martes, 22 de julio de 2014

Osvaldo

Aplauso. Ensordecedor. Crece como si el accionar frenético del choque de palmas lo multiplicara reproductivamente, exponencialmente. Inmediatamente los vanguardistas de la ovación se ponen de pie, y los siguen todos los demás, imitando pero justificando. Se sostienen los aplausos y se escuchan gritos eufóricos, "viva!", "bravo!", "maestro!!", y otros más originales menos comprensibles. El espectáculo es conmovedor, el sonido inunda como si la sustancia del aire en la sala se hubiera transformado, emocionado.
El maestro, de pie, visiblemente abrumado, parecer querer abrazar al mundo en cada reverencia. Sus brazos de esmoquin agotado se desprenden hacia el espacio todo, como queriendo atrapar con la yema de los dedos el pulso de este momento de gloria, de parálisis extática.
Lentamente, con exagerada reticencia, los aplausos van callando. Los miles de cuerpos presentes ceden, colmados, a la resaca de tanto gozo, tanta belleza. Luego de esos minutos que quedarán tatuados en la memoria estadística y emocional de cada presente, el silencio le sigue y mancha el espacio con la grosura que deja el agua húmeda después de una tormenta de verano.
El maestro, agobiado de placer, gira y se dispone a retomar su lugar.
Desde el fondo de la sala, de repente y con énfasis:
"Osvaldo, sos un hijo de re mil puta!!"
Silencio.

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