viernes, 21 de julio de 2017

Es posiblemente cierto el camino recorrido entre aquella soledad soñada en una fría estación de tren y esta soledad posterior, trabajando en el depósito de una galería de arte en la antigua central de espionaje de la Stasi, en el este de Berlin. Ni cálido ni frio sino inexpresivo, el hormigón planchado y latente, la luz blanca. Afuera solo pasos y ecos, gente ignota que pasa y se va. No hay ventanas para ver. El silencio nomás, una ceremonia de dejarme solo conmigo mismo y congelar el mundo en lo que ha de ser el próximo paso: cortar madera, atornillar madera, analizar madera, salir a la calle a tomar un café y un cigarro, subirme al próximo tren que suceda al fin del sueño, donde el mundo será tan solo un regalo a estrenar. No siento sobre mí el peso de la historia, ni de la Stasi ni la propia. Con ambas manos sostengo la percutora y así de fácil hago un agujero indeleble en esta pared cargada de historia. Nada especial. Nada que espiar. La vida se devela sola, con y sin herramientas. Los sueños eran el polvo de cemento que caía de la pared al agujerear. Nada que no vaya al tacho. Nada que no vaya a caer en las manos de alguien mas, para usar con fines tan distintos como otro ser. Me sostengo de la cadera con ambas manos y contemplo el camino recorrido a mi alrededor, mi trabajo en este edificio, toda mi historia en Berlin. Aquella madera debe ser corregida. No hay tiempo para el pánico. Siento caer polvo de cemento sobre mi cabeza. Un agujero en la pared. Entra la luz.