martes, 19 de julio de 2016

[Extracto de otra cosa]

Ahora me acuerdo de todas las metáforas y bellas imágenes sobre la primavera que desde chicos nos hicieron repetir, aprender, soñar. ¡Todas! Aunque ni una podría recitar, ni una volvería a ser palabra, porque los sueños son ajenos a la palabra, apenas quizás anteriores a ella, quizás un resultado, así como la primavera es ajena al invierno y no podemos determinar si es causa o consecuencia de él. Todo en mí busca fogosamente la metáfora de la primavera, la manera de olvidar el invierno, de ver la belleza erguirse por sobre todas las palabras que inundan el decorado como el humo de una hoguera en una noche fría, muy fría. ¿Y vuelve otra vez la metáfora? ¿Se agota? ¿Se detiene el tiempo finalmente en invierno o en primavera?
Es condición de la belleza su fugacidad, su rayo cálido que cae sobre nosotros como una proyección, no es nosotros. Nosotros volvemos siempre al estado original y primitivo del invierno, el aire frío prendido a los huesos desde adentro. Lo más íntimo que podemos ser, y quizás la belleza de lo patético que, no obstante, queremos olvidar rápidamente. Pero el frío no se olvida. El frío nos habita y la belleza es una proyección, fugaz, quizás la génesis de una acción iluminada que de cualquier manera vuelve a cero, al silencio del invierno, a la destrucción de esa acción donde analizar qué queda en pie, y para qué. ¿Para mí, para vos? ¿Para distraernos de la ausencia segura, de la distancia idiota que recorremos persiguiendo el misterio impalpable de la primavera?
Ando vestido de la ropa de todos mis amigos, todos mis hermanos. Recuerdo que yo les hablaba de la primavera y ellos acudían alegres hasta mí y me daban sus ropas y me bañaban y me daban de comer y beber. Proyectaba sobre ellos mi ilusión y ellos reaccionaban como abejas ecstáticas ebrias de polen. Aquellas orgías en que todavía hablábamos por horas, indiferentes a la noche o al día. Y yo encontraba ese instinto de acción, de vestirme con sus ropas y andar y dedicar una oda a cada brote de cada árbol. No eran sus ropas ni las mías sino que era como una corteza común, una piel común, mía por derecho y de todos los demás, pues la luz era bella y eterna. Me reía de mis pobrezas y todo era riqueza, colores nuevos inimaginables y ángulos de vista que nos alcanzaban desde miles de reflejos sucesivos.
Todo era todo y más, el sueño indomable y la capacidad de tocar una estrella sin quemarse, sin morir de frío.
Ahora ando sin piel por la ciudad, arrastro los pies y una tos me aprieta el pulmón izquierdo. Lo toco con la mano derecha como queriendo tranquilizarlo, reintegrarlo a esta falsa armonía de sueño resquebrajado. No me oye. Mi pulmón mira mis ropas y se ríe con una tos. Son las mismas ropas de mis amigos, gastadas, deformes. No son mías y no son ropas de invierno. Proyectan una luz apagada que apenas si alcanza al espejo. Estar desnudo en el espejo en invierno, pésima idea. Mis ojos, los últimos idiotas, todavía buscan el reflejo del calor, de la primavera de mil sueños. Buscan a los amigos que me vistieron y éstos me miran corriendo la vista. Les duele verme vestido así, tan ceniza sobre esos fueguitos que son un recuerdo que hiere. No pueden atravesarme y me evitan, nos atraviesa el frío y seguimos de largo, en las lejanías frías de cada uno. Por un instante veo pánico en sus ojos, ese temor persistente a haberse visto morir y deber negar, esa primavera en que nos tocamos y que todavía me viste y que no es sino un sueño, una irremontable metáfora.
¡Morirás con el invierno!, parecen querer decir. Ya no puedo cumplirles ese sueño pero de seguro lo haga, porque ando desnudo por la ciudad y no siento más que el frío, y mi mente incapaz de recitar de memoria las odas de la primavera. Ya no tenemos ojos sino estas capas grises y lejanas que nos recubren, como un mal chiste de las promesas que no se cumplieron. ¿Era nada más que un chiste? (Decían que todo chiste tenía algo de realidad.) ¿Cómo iba a saberlo? Resistí con tenacidad incluso al otoño, juntando hojas y colores que muy pronto se destiñeron. Ecos lavados que recorrían el espacio en que se inserta el silencio con mi centro por centro, cuando no hay más que frío y estas ropas usadas no son sino la parodia de nuestra ingenuidad, de aquella primavera, aquella exhuberancia de los sueños y el camino inexorable hacia el frío que es esta soledad, solo y sin techo, en la ciudad.

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