El naranja y el amarillo están tan cerca que me cuesta determinar cuál es más feo. En una pintura donde caberían miles de azules y verdes y ocres y hasta un negro indiferente, debo hincharme los pulmones de naranja o amarillo, y no es fácil saber cuál queda más feo. Los jefes de la paleta gritan desde el podio, a un metro de altura, un metro de daltonismo. Naranja no es amarillo! Amarillo no es naranja! Naranja es mil amarillos pero con todo de naranja! Amarillo es después de naranja pero desde mucho antes! La suma de naranjas es más que la suma de amarillos! El amarillo es más flúor! Elige: amarillo o naranja. Todo lo demás es sueño, idealismo lisérgico.
Me resisto y no es inútil, pero es indiferente. Llevo un pincel lo suficientemente pequeño como para ahogarme en una gota de pintura que pinta una pared que no decora a nadie. Mis colores no llenan globos. Mis colores no revientan en tu cara.
Ya me sé de memoria todo el discurso de los colores cálidos. Me inclino por los fríos y osan dejarme sólo. "Pintás para vos". Si, y no vendo. Tampoco compro. Esta paleta se almacena al final del recuerdo, donde no me interesa llegar ni almacenar. Son un color de fondo que hace justicia, pero la justicia también tiende a la indiferencia. "Necesitamos cálidos. Ésto hay que venderlo nene". Qué tenue sabe la lógica de mercado! Se digiere cual deglución de banderas contra-decolorantes oscilando entre el naranja y el amarillo, y ni siquiera abarcando el ínfimo campo que hay entre ellos, que sería peligrosamente igual: dos soretes del mismo color.
No insisto más. Me llevo esta pausa al lienzo pobre donde todavía hay espacio para pintar, y la única urgencia es no haber derramado exageraciones a cambio de sonrisas de mano rápida. Me quedo sólo. Contra una pared que no pide ni un cálido más.
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